Microrrelato: ¿Cómo empiezan las historias de amor?

Hay personas que fingen no creer en el amor. Son muchos los que simulan odiar las películas con final feliz y las canciones moñas, y que cada 14 de febrero afirman que San Valentín es un invento para vender a los más ilusos un poco de agua disfrazada de perfume caro. Víctor era de esos. Y se habría sentido dichoso en su burbuja de cinismo y desamor de no ser porque, en su edificio de siete plantas, justo al otro lado del rellano, vivía la mujer más asquerosamente romántica del mundo. Día a día, mes a mes, se veía obligado a soportar sus tarareos alegres mientras regaba las plantas en el balcón, y a taparse los oídos cuando ponía a algún cantante cursi a todo volumen o se reunía con sus amigas a ver comedias. Se encontraban en el ascensor y ella se empeñaba en entablar conversación. Él se preguntaba cuánto amor cabría en sus largas pestañas si este existiera; cuánto guardaría en los hoyuelos tiernos que se dibujaban en sus mejillas al sonreír. Toparse con ella era insoportable, porque lo obligaba a imaginar que cualquier mañana tocaría a su puerta y lo invitaría a salir, a tomar un café, a bailar o a cualquiera de esas cosas absurdas que hacían las parejas. El día de San Valentín, salió a la terraza con un café amargo en las manos, cansado de tanto azúcar. Un suspiro llamó su atención. En el balcón de al lado, su vecina estaba sentada mientras leía una de sus adoradas novelas de amor. Levantó la vista hacia él y sentenció:
—Todo lo que hay en este libro es verdad. Todo es real.
—¿Y cómo empiezan las historias de amor?
—¿Qué tal si cruzas el rellano y lo aprendemos juntos?
Y Víctor soltó el café, salió de casa, cerró una puerta y abrió otra. Su vida en adelante estuvo dedicada a cantarle al oído canciones románticas, y a escribir junto a ella cada capítulo de su historia de amor.